Mis libros >> Aproximación al Recuerdo >> 10

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10. LA CANASTA DE BOCADILLOS


Toda mi vida y no me da reparo o vergüenza decirlo, he sido lo que vulgarmente se dice un tripero y un poco ansia a la hora de papear, ahora la verdad ya no tanto, por este motivo que expreso uno de los pocos momentos agradables de cada día era el reparto de los bocadillos, uno a las once de la mañana a mitad de las tediosas clases matutinas, cuando el estómago te empezaba a clamar y entonces aparecían los curas con su canasta de mimbre llena hasta los topes de bocadillos, con sus barritas de pan, mas bien minúsculas o al menos a mí eso me parecían, para el hambre que ya teníamos, sobre todo yo, y recuerdo que se ponían a la salida del edificio de las aulas, en la puerta de cristal, de tal forma y manera que se podía salir pero no entrar y así ningún espabilado que por allí se nos veía pulular, entre los que me incluyo yo podía introducirse otra vez y repetir, no tenían escuela ni ná los dichosos Salesianos.

Los bocadillos estaban buenísimos o mejor dicho eran un manjar, o por lo menos a mí me lo parecía, los había de salchichón, queso, chorizo, sardinas en aceite, me los tragaba en dos bocados y entonces empezaba la película "a la caza del bocadillo perdido" me ponía junto a algunos al lado de la canasta como un perro orilla de su amo cuando éste está almorzando y a esperar con paciencia a que salieran todos los alumnos de las clases y ver si sobraba algún ejemplar, la desgracia consistía en que no era yo solo el que esperaba acontecimientos, habían mas triperos esperando sacar tajada, llegado el momento y cuando el cura daba la orden nos tirábamos al cesto como desesperados a coger si se podía el segundo ejemplar, ese día te considerabas el ser mas afortunado del mundo, aunque la mayoría de las veces no existía esa suerte, porque acostumbraban a hacerlos justos o porque no llegabas a tiempo o también porque el jodío cura se enfadaba con nosotros por nuestros modales y se llevaba la canasta con los bocadillos sobrantes.

Cuando llegaba la tarde, a las cinco en punto, ídem de ídem de la misma idéntica historia de la mañana, pero esta vez con chocolatinas Nestlé o Trapa (aun recuerdo los nombres), o también quesitos, como para esto no he sido muy goloso, no me llamaba mucho la atención, aunque lógicamente la merienda no se podía repetir, venían con una caja e iban soltando un ejemplar de chocolatina por cabeza y asunto terminado, la cosa estaba ya mas seria, los curas se llevaban la caja y no regalaban una ni suplicándoselo de rodillas, recuerdo que en las envolturas salían unos cromos de los Juegos Olímpicos creo que por entonces se habían celebrado en Tokio y llegaba la hora de cambiar los mismos y de buscar también por los suelos alguno que alguien hubiera arrojado, total unos momentos como todos los que pasé allí que no olvidaré, algunos sin importancia pero que siento por ellos un encanto especial y entrañable, una gozada recordarlos ahora, aunque se encuentren ya tan lejos.

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